Era el crepúsculo de la iguana.
Desde la arcoirisada crestería
su lengua como un dardo
se hundía en la verdura,
el hormiguero monacal
pisaba con melodioso pie la selva,
el guanaco fino como el oxígeno
en las anchas alturas pardas
iba calzando botas de oro,
mientras la llama abría cándidos ojos
en la delicadeza del mundo lleno de rocío.
Los monos trenzaban un hilo
interminablemente erótico
en las riberas de la aurora,
derribando muros de polen
y espantando el vuelo violeta
de las mariposas de Muzo.
Era la noche de los caimanes,
la noche pura y pululante de hocicos
saliendo del légamo,
y de las ciénagas soñolientas
un ruido opaco de armaduras
volvía al origen terrestre.
El jaguar tocaba las hojas
con su ausencia fosforescente,
el puma corre en el ramaje
como el fuego devorador
mientras arden en él
los ojos alcohólicos de la selva.
Los tejones rascan los pies del río,
husmean el nido
cuya delicia palpitante
atacarán con dientes rojos.
Y en el fondo del agua magna,
como el círculo de la tierra,
está la gigante anaconda
cubierta de barros rituales,
devoradora y religiosa.
PABLO NERUDA